José María Arguedas |
En el
tumultuoso crecimiento de la sociedad peruana, existen muchas formas de
explicar nuestro país, sus expresiones culturales, su literatura. Creo que esta
múltiple versión para definirnos como peruanos obedece a puntos de partida
también múltiples en cada quien nacido en este territorio.
La visión de
José María Arguedas (Andahuaylas, 1911 - Lima, 1970) pugna por
lograr un armónico desarrollo de nuestras sociedades, a partir
del respeto entre los múltiples grupos humanos, sus lenguas y su cultura.
Es lo que apreciamos con claridad en trabajos como Formación de una
cultura nacional indoamericana. Arguedas y su obra cuentan con todos los
atributos para hacer de él un portavoz de la cultura propia del mundo andino,
que por lo demás es de presencia milenaria.
Algunos
críticos tienen una percepción errónea y de racismo , turística y
discriminatoria de lo que es la literatura y la antropología de
Arguedas cuando sostienen que cultiva una "utopía arcaica".
Esta percepción es siempre superficial y externa frente a
quienes vivieron y viven en carne y hueso las raíces culturales
quechuas, entre otras.
Para
nosotros, mientras aprendíamos a leer en el campo, junto al balido de las
ovejas o el mugido de los toros, en mañanas llenas de rocío o en
atardeceres llenos de los olores de las flores y de la madre tierra, Arguedas resultó
el más cercano de los narradores, el que contaba nuestras vidas con un
lirismo enriquecido por símbolos y metáforas. En el Ande, todos los del campo
hemos visto, cultivado y amado paisajes y seres humanos
similares a los que él fue describiendo a lo largo de sus cuentos, de sus
novelas y de sus ensayos. Era el hermano mayor que hablaba como
nosotros, el factor vital para enaltecer nuestro modus vivendi, el que nos
daba carta de ciudadanía para la convivencia entre el quechua y el español avecindado
desde hace un tiempo.
Arguedas
comprendió la dificultad de un país sólidamente integrado, pero su mensaje fue
una lucha permanente en busca de unidad respetando las diferencias. Y para
mayor entendimiento, asumió el rol de maestro y narrador, desligado de toda
vanidad. Lo esencial consistía en que los no andinos lo
entendieran. Con ese espíritu, relató su vida en el Primer
Encuentro de Narradores Peruanos. El certamen fue celebrado en
Arequipa, el año 1965. Aunque lo indio y la blanco manifiestos en este
testimonio hoy no parecen en pugna, hay otros factores similares, más
o menos encubiertos, que alimentan la discriminación en algunos sectores
ultraconservadores, impermeables y cerrados. "Te quieren" y no te
quieren...
TESTIMONIO DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS
Voy a
hacerles una confesión un poco curiosa: yo soy hechura de mi madrastra. Mi
madre murió cuando yo tenía dos años y medio. Mi padre se casó en segundas
nupcias con una mujer que tenía tres hijos; yo era el menor y como era muy
pequeño me dejó en la casa de mi madrastra, que era dueña de la mitad del
pueblo; tenía mucha servidumbre indígena y el tradicional menosprecio e
ignorancia de lo que era un indio, y como a mí me tenía tanto desprecio y
tanto rencor como a los indios, decidió que yo había de vivir con ellos en la
cocina, comer y dormir allí. Mi cama fue una batea de esas en que se amasa harina para hacer
pan, todos las conocemos. Sobre unos pellejos y con una frazada un poco sucia,
pero bien abrigadora, pasaba las noches conversando y viviendo tan bien que si
mi madrastra lo hubiera sabido me habría llevado a su lado, donde sí me hubiera
atormentado.
Así viví
muchos años. cuando mi padre venía a la capital del distrito, entonces era
subido al comedor, se me limpiaba un poco la ropa, pasaba el domingo, mi padre
volvía a la capital de la provincia y yo a la batea, a los piojos de los
indios. Los indios y especialmente las indias vieron en mí exactamente como si
fuera uno de ellos, con la diferencia de que por ser blanco acaso necesitaba
más consuelo que ellos... y me lo dieron a manos llenas. Pero algo de triste y
de poderoso al mismo tiempo debe tener el consuelo que los que sufren dan a los
que sufren más, y quedaron en mi naturaleza dos cosas muy sólidamente desde que
aprendí a hablar: la ternura y el amor sin límites de los indios, el amor que
se tienen entre ellos mismos y que les tienen a la naturaleza, a las montañas,
a los ríos, a las aves; y el odio que tenían a quienes, casi incoscientemente,
y como una especie de mandato Supremo, les hacían padecer. Mi niñez pasó
quemada entre el fuego y el amor.
Pero no
solamente he sido hechura de mi madrastra, hubo otro modelador tan eficaz cmo
ella, un poco más bruto: mi hermanastro. Cuando yo tenía siete años de edad, me
obligaba a que me levantara a las seis de la mañana a traerle su potro negro de
una chacra muy grande; y los potros y los caballos de raza fina son muy
caprichosos porque son aristocráticos: unas veces se dejaba agarrar con gran
mansedumbre, pero otras veces me hacía sudar más de una hora hasta poder
enlazarlo. Si llegaba tarde, mi hermanastro, que tenía unos veinte años cuando
yo tenía siete, me trataba muy mal delante de la servidumbre. Un día, por una
cosa que no puedo contar aquí, que la contaré quizás en nuestras reuniones de
mesa redonda, me hizo algo. Lo había acompañado de paje para una aventura que
no se puede confesar en público... Me hacía montar en un burro creyendo
humillarme. El burro se llamaba "Azulejo". Nunca hubo amigos que se
amaron más que yo y el burro. También en eso estaba tan equivocado como mi
madrastra. Me dejó cuidando su potro negro que había comprado con veinte
bueyes y doscientos carneros, y cuando regresó de su aventura indecible me
reprochó que había hecho perder su poncho de vicuña, aunque no me constaba que
hubiera estado sobre la montura. Levantó el rebenque para pegarme en la cara
pero se arrepintió a última hora, montó el potro y espoleándolo se fue cuesta
arriba a toda velocidad, mientras yo me iba conversando con, quizás , uno de
los mejores amigos que he tenido en este mundo: el "Azulejo"
inmortal. Cuando llegué a la cocina me puse a comer; a mí la servidumbre me
trataba mucho mejor que a los patrones; entró mi hermanastro, yo estaba tomando
sopa y tenía un plato de riquísimo mote a un lado con su pedacito de queso; él
me quitó el plato de la mano y me lo tiró a la cara, diciéndome: "no vales
ni lo que comes", que es una cosa que se suele decir muy frecuentemente.
Yo salí de la casa, atravesé un pequeño riachuelo, al otro lado había un excelente
campo de maíz, me tiré boca abajo en el maizal y pedí a Dios que me mandara la
muerte. Yo no sé cuánto tiempo estuve llorando, pero cuando reaccioné ya era la
noche. Mi buen hermanastro se había asustado un poco y me estaba haciendo
buscar por todas partes, y la única vez que se alegró de verme fue cuando
regresé a la casa esa noche.
Pero tuve
también la fortuna de participar en la vida de la capital de provincia que es
Puquio, una formidable comunidad de indios con muchas tierras, que nunca
dejaron que los señores abusaran de ellos. El mal trato tenía un límite, si los
señores pasaban ese límite podrían recibir y recibieron una buena respuesta de
los cuatro ayllus de la comunidad de Puquio. En San Juan de Lucanas, donde
vivieron estos señores cuya crueldad nunca agradeceré lo suficiente, aprendí el
amor y el odio; en Puquio, viendo trabajar en faena a los comuneros de los
cuatro ayllus, asistiendo a sus cabildos, sentí la incontenible, la infinita
fuerza de las comunidades de indios, esos indios que hicieron en veintiocho
días ciento cincuenta kilómetros de carretera que trazó el cura del pueblo.
Cuando entregaron el primer camión al Alcalde, le dijeron: "Ahí tiene
usted, señor, el camión, parece que la fuerza le viene de las muchas
ventosidades que lanza, ahí lo tiene, a ustedes los va a beneficiar más que a
nosotros"; mentira, se beneficiaron mucho más los indios, porque el
carnero que costaba cincuenta centavos, después costó cinco soles, luego diez,
luego cincuenta y los indios se enriquecieron a tal punto que alcanzaron un
nivel de vida y una independencia económica tan fuerte que se volvieron
insolentes y la mayoría de los señores de Puquio se fueron a Lima, poque no
pudieron resistir más la arrogancia de estos comuneros. Pero el Varayoc o
Alcalde de Chaupi, al momento de hacer la entrega del camión, les dijo al
Subprefecto y al Alcalde: "En veintiocho días hemos hecho esa carretera,
señores, pero eso no es nada; cuando nosotros lo decidamos podemos hacer un
túnel que atraviese estos cerros y llegue hasta la orilla del mar; lo podemos
hacer, para eso tenemos fuerzas suficientes". Yo fui testigo de estos
acontecimientos. Todo este mundo fue mi mulndo.
Luego empecé
a recorrer el Perú por todas partes, llegué a Arequipa en 1924 y fui honorable
huésped de la Casa Rosada(*). De aquí fui al Cuzco, del Cuzco a Abancay, de
Abancay a Chalhuanca, de Chalhuanca luego a Puquio, a Coracora, a Yauyos, a
Pampas, a Huancayo, a una cantidad de pueblos y tuve la fortuna de hacer un
viaje a caballo del Cuzco hasta Ica: catorce días de jornada.
Ingresé y
nunca fui tratado como serrano en San Marcos. En donde sí me trataron como
serrano y con mano dura fue en el Colegio "San Luis Gonzaga" de Ica,
pero yo también los traté con mano dura. El Secretario del Colegio, que se
apellidaba Bolívar, me dijo cuando vio mi libreta con veintes: "¡estos
serranitos!, siempre les ponen veintes en las libretas porque recitan un
versito cualquiera: aquí lo voy a ver sacar veintes". Me vio y batí el
récord de los veintes en toda la historia de "San Luis Gonzaga",
porque era una responsabilidad del serrano hacerlo y lo hice.
En Lima, no
he sido un defensor de los serranos, he sido un defensor de los costeños,
porque los costeños y especialmente los escritores de mi generación me
trataron, diré honradamente, con una cordialidad tan auténtica y hasta con
cierto respeto. El primer amigo que tuve fue Luis Felipe Alarco, que pertenece
a la aristocracia de Lima. Me asusté cuando entré a su casa con los muebles,
los salones, los espejos y los muchos cubiertos que me pusieron en la mesa, que
yo no sabía manejar bien. Pero ahí estaba Luis Felipe mirándome con un afecto
que casi era proporcionalmente tan bueno como el de los sirvientes, concertados
y lacayos de mi madrastra, que en paz descanse. Después fui amigo de gentes que
ahora son importantes, de Carlos Cueto, de Emilio Westphalen, de Luis
Fabio Xammar; no tuve la fortuna de conocer a Ciro, porque lo habían largado:
era demasiado peligroso para vivir en el Perú. Una de las experiencias que
recuerdo con más... (no encuentro un término especial para describirlo), con un
sentimiento entre admiración y espanto, fue un diálogo terrible entre los tres
conversadores más agudos, más crueles e implacables que ha tenido la ciudad de
Lima: Martín Adán, Enrique Bustamante y Ballivián y Raúl Porras Barrenechea,
los tres juntos, como para liquidar al género humano. Nunca tuve, ni en los
mejores libros, ni en los mejores libros de poemas o de filosofía, la sensación
del poder del castellano que en la boca de estas maravillosas víboras.
Yo comencé a
escribir cuando leí las primeras narraciones sobre los indios, los describían
de una forma tan falsa escritores a quienes yo respeto, de quienes he recibido
lecciones, como López Albújar, como Ventura García Calderón. López Albújar
conocía a los indios desde su despacho de Juez en asuntos penales y el señor
Ventura García Calderón no sé cómo había oído hablar de ellos. Yo tenía una
convicción absolutamente instintiva de que el poder del Perú estaba no
solamente entre la gente de las grandes ciudades, sino que sobre todo estaba en
el campo y estaba en las comunidades donde hay, por lo menos en las comunidades
que mejor conozco, una regla de conducta, que si se impusiera entre todos
nosotros, pues haríamos una carretera de aquí hasta New York también en
veintiocho días: "que no haya rabia", esa es la regla: "que no
haya rabia". En estos relatos estaba tan desfigurado el indio y tan meloso
y tonto el paisaje o tan extraño que dije: "No, yo lo tengo que escribir
tal cual es, porque yo lo he gozado, yo lo he sufrido" y escribí esos
primeros relatos que se publicaron en el pequeño libro que se llama Agua.
Lo leía a estas gentes tan inteligentes como Westphalen, Cueto y Luis Felipe
Alaarco. El relato les pareció muy bien. Yo lo había escrito en el mejor
castellano que podía emplear, que era bastante corto, porque yo aprendí a
hablar el castellano con cierta eficiencia después de los ocho años, hasta
entonces sólo hablaba quechua. Y sin que esto sea nada en contra de mi padre,
que es lo más grande que he tenido en este mundo, a veces mi padre se
avergonzaba que yo entrara a reuniones que tenía con gente importante, porque
hablaba pésimamente el castellano. Cuando yo leí ese relato, en ese castellano
tradicional, me pareció horrible, me pareció que había disfrazado el mundo
tanto casi como las personas contra quienes intentaba escribir y a quienes
pretendía rectificar. Ante la consternación de estos mis amigos, rompí todas
esas páginas. Unos seis o siete meses después, las escribí en una forma
completamente distinta, mezclando un poco la sintaxis quechua dentro del
castellano, en una pelea verdaderamente infernal con la lengua. Guardé este
relato un tiempo, yo era empleado de correos, estaba una tarde de turno y en
una hora en que no había mucho público lo leí y el relato era lo que yo había
deseado que fuera y así se publicó
Bueno, pero
me estoy pasando de la hora y tengo que leer un poco. En síntesis, no me gradué
en la universidad: cuando estaba estudiando el cuarto año, uno de los buenos
Dictadores que hemos tenido me mandó al Sexto, prisión que fue tan buena como
mi madrastra, exactamente tan generosa como ella. Allí conocí lo mejor del Perú
y lo peor del Perú, salí y fui enviado como profesor al Colegio de Sicuani,
luego volví a Lima y concluí estudios de Antropología. He recorrido un poco
Europa y acabo de venir de los Estados Unidos. Es decir, cuando publiqué
mi penúltimo libro, Los ríos profundos, alcancé a tener algún
prestigio en Lima, y entonces señores muy importantes, unos verdaderos amigos
de los escritores, y otros que gustan mostrar a los escritores como una
decoración de sus salones, me invitaron a sus casas y alterné un poco con la
alta sociedad de Lima. Desgraciadamente desaproveché alguna de las
oportunidades que me ofrecieron, porque no me sentía cómodo entre ellos, debía
haber ido todas las veces para conocerlos mejor. Entonces puedo decirles, ya
que nos han pedido que nos confesemos y para mí ustedes son confesores
mucho más respetables que los que reciben confesiones en nuestras santas
iglesias: yo he tenido la fortuna de recorrer con la vida casi todas las
escalas y jerarquías sociales del Perú, incluso he llegado a ser Director de
Cultura... Conozco el Perú a través de la vida y entonces intenté escribir una
novela en que mostrara todas estas jerarquías con todo lo que tienen de promesa
y todo lo que tienen de lastre. Somos un país formidable. Acabo de recorrer los
Estados Unidos, es un país casi inconmensurable, pero si ellos tienen mil
metros de hondura nosotros tenemos diez mil millones metros de hondura. Es
un monstruo de grandeza, de fecundidad y de máquina, pero quizás no hay
tanto corazón, ni tanto pensamiento, ni tanta generosidad como
entre nosotros. Y escribí este libro, Todas las sangres,
en que he intentado mostrarlo todo, de allí lo que pueda tener de bueno y
lo que tiene de defectos. Hay tres personajes que son los más importantes, dos
son fundamentales, dos heredan un gran feudo, los dos hermanos se odian a
muerte por circunstancias especiales, ya han sido maldecidos por su padre, a
quien han quitado sus bienes en vida; uno es de mentalidad completamente
antigua y feudal, el otro ha sido educado en los Estados Unidos y en
Lima, es casi ingeniero, no llegó a ser ingeniero, y desea hacer del Perú
un país muy como Norteamérica; el otro quiere aguantarlo para que siga
siendo un país antiguo. En el fondo, uno de los dos hermanos lucha porque desea
modernizar el país ( y debe modernizarse sin perder sus raíces antiguas) y el
otro odia lo moderno porque considera que lo moderno es un peligro para la
santidad del alma. Entre los dos, como cuña formidable, está un indio que
sufrió todo cuanto un indio puede sufrir en Lima, el honorable Rendón Willka.
Yo les voy a leer un trozo del libro, que les va a dar una idea de cuál es el
contenido ambicioso de Todas las sangres.
Arguedas
leyó, en ese Encuentro, un fragmento del Capítulo IV de su mencionada
novela
OBRAS
DE JMA: Agua(1935); Canto kechua (1938); Runa yupay(1939); Yawar fiesta (1941);
Cusco(1947); Canciones y cuentos del pueblo quechua(1949); Diamantes y
pedernales(1954); Evolución de las comunidades indígenas (1957); Los ríos
profundos (1958); El sexto(1961); La agonía de Rasu Ñiti (1962); Todas las
sangres(1965); Amor mundo y todos los cuentos (1967); Mitos, leyendas y cuentos
peruanos (1970); El zorro de arriba y el zorro de abajo(1971); Formación de una
cultura nacional indoamericana(1975).
blanca varela. ana maría gazzolo.
poesía femenina. josé maría
arguedas. mundo andino. cultura peruana