Afuera, en las calles, sospechamos que hay un silencio como nadie ha imaginado jamás. Hoy nadie salió a la calle. Esa es una de las últimas disposiciones del gobierno, para evitar la mortal propagación del coronavirus.
Ahora, también los niños hablan del coronavirus como parte de la vida cotidiana, pues en este encierro que ya se aproxima al mes se han familiarizado con esa mala palabra inevitable. Por eso, Anya, de cinco alegres años, me dijo que una vez acabe el coronavirus me traería la torta que ella y sus padres no pudieron ofrecerme el día de mi cumpleaños, el 27 de marzo, cuando ya el mundo entero estaba alarmado por los cadáveres que se iban acumulando en los hospitales, en las morgues, en las calles...
Pero, hoy domingo tuve una hermosa mañana. Carmen, una de las mujeres con quien nos entendemos sin condiciones en la devoción a Jesús, el gran Nazareno, me hizo llegar por WhatsApp un saludo por ser Domingo de Ramos. El mensaje contenía una hermosa cruz de palma fresca, con palabras que me cayeron como agua en el desierto. Me alegró sobremanera que siguiéramos la rutina, solo que en ese momento extrañé todas las iglesias a las cuales alguna vez he acudido.
En medio de este desastre, las reacciones son impredecibles. Quisiéramos darnos de abrazos a cada instante para acumular fuerzas. Las prescripciones médicas indican que eso es peligroso, muy peligroso. Entonces, nos sentimos como el niño que guarda en su mente mil hermosas ideas que luego las irá desgranando a lo largo de la vida, mientras obre como un ser humano sensible y responsable.
Gracias Carmen, por el saludo. Lo compartí con las personas a quienes más quiero en la vida, para que a su vez saluden a otras que también quiero, porque ahora más que redes virtuales estamos fortaleciendo redes humanas que se habían olvidado de ser mortales maravillosos
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